25 May Cartas, Cola Cao y el idioma de las chuches. Mis tardes en familia
Las cartas han sido una parte muy importante dentro de mi ocio. Más allá de las videoconsolas, los ordenadores o los Lego siempre había barajas. De hecho, lo más fácil de encontrar en casa al abrir cualquier cajón era eso, ver una carta. Por supuesto, como no podía ser de otra manera, también lo más común cuando íbamos a jugar era que la susodicha nunca estuviera completa. Así que el improperio por parte de mi madre era algo de lo cual siempre teníamos para hacer gracia mi padre y yo durante un mes.
Las Cartas, Fournier, por supuesto
Por supuesto las cartas no podían ser una simple baraja de Fournier (española, las tonterías esas del poker no iban con mis padres) con el fondo rojo o verde y ya. En casa teníamos todo tipo de marcas que decidieron estampar sus logotipos como parte del merchan, así teníamos del Banco Exterior de España gracias a la hermana de mi padre (que ilustra esta entrada), la del Pacharán, la del banco del osito… Y un sin fin más. Como buena hija única, mis opciones de juegos se limitaban mucho. Mi pobre padre lo intentó con la Nintendo, pero salvo para jugar con la pistola, decía que lo de la pantalla era como el demonio, eso sí, cuando se reía el perro por no darle al pato se mosqueaba más que yo. Con lo que al final, lo más clásico era un ajedrez entre los dos, o cartas si era con mi madre.
El cinquillo, el tute y el «As, dos, tres«; eran los juegos por excelencia. Tanto valían si éramos los tres solos, o si coincidía que estábamos en Valladolid con los abuelos, o más familia. Y ahí llegaba lo complejo y divertido. Mis abuelos, pese a mayores (la buena mujer ha cumplido este año la friolera de 97 años) no tenían ni un pelo de tontos. No así mi madre, que era más bien de atención dispersa, pero con muy mala leche. Por lo que era de lo más típico jugando al cinquillo eso de intentar cerrar a los otros, para que pusieran más pesetas y duros, y de paso que colocasen los puentes que te faltaban. Entonces se armaba el Belén: «¿Quién tiene el seis de espadas, que ese palo no se mueve?» o «aquí habéis pasado todos y nadie ha puesto el dos de bastos», «pues si empezáis con las trampas yo me voy a la cama». Frecuentemente lo que pasaba era que mi madre no había visto que tenía alguna de esas escondidas, un poco menos frecuente era que le pasara a mi padre (y ahí ya estaba mi madre para recordarle cuántas veces le decíamos de todo a ella, y no era la única). Por supuesto, no podía faltar la niña, que siempre se sentaba al lado de la abuela, y se cambiaban las cartas por debajo de la mesa. ¡Qué pillinas!
Es que cuando jugábamos en Valladolid, en casa de los abuelos, la rutina siempre era la misma. Llegábamos el viernes, de cena pechuga de pollo al limón con patatas fritas, y el primer Cola Cao, pero tenía que hacerlo la abuela, nadie como ella dejaba grumitos y espuma a partes iguales. Además, no sé qué tenían esos vasos, pero es que me sabía distinto. Probé a decirle a mi padre que me trajese la misma marca de leche que la abuela (sí, esa verde que suena a restaurante japonés). Pero ni por esas. Así que cuando íbamos a su casa había que aprovechar. A veces me tocaba arreglarles algo de un canal mal sintonizado en la tele o del vídeo. Y luego, las cartas. Iba todas las semanas guardando pesetas y duros de donde podía para subir con el botín.
Al día siguiente, lo primero, por supuesto, era el Cola Cao. No había terminado de abrir los dos ojos, cuando la abuela ya estaba entrando en la habitación con el vaso de Cola Cao bien frío. Operación que posiblemente repetiría después de vestirme, pero esta vez echaría barquitos por la leche. A veces eran galletas integrales, y las más afortunadas, eran magdalenas de las buenas, las de panadería. Después, mientras mis padres y los abuelos cargaban el coche para ir a pasar el día al pueblo, tocaba gastarse todo el tesoro adquirido en la timba en chuches (que como con la lista de la compra, tenían nombres indescifrables, salvo las moras o las fresas, lo que unos llamaban nubes, para otros eran jamones o esponjas).
Cartas, chuches y el banco del parque en el pueblo
Y ya, de ahí, directos al pueblo. Como con tantos otros desplazamientos, la rutina era la misma, el abuelo iba de copiloto y las tres mujeres detrás con los dos perros (a día de hoy la DGT nos hubiese dejado con menos puntos que a España en Eurovisión). Tras cada pueblo los mismos comentarios, había que ver cuánta agua bajaba por el Esgueva, los chascarrillos sobre los pueblos vecinos y rivales. Y, por fin, tras las curvas, ya llegaban los nervios al estómago. Ya veíamos el nuestro. Y yo ya estaba como el perro de Pavlov pensando en las chuletas y en la torta de aceite.
No estaban abiertas las traseras de casa cuando yo ya había salido corriendo por el parque a buscar a mis amigos, daba igual la hora que fuese. Cuando por fin estaban localizados, tocaba nuevo paseo por la tienda del pueblo. Depende de si estábamos por el parque o por la plaza, ibas a una o a otra. Allí las tiendas no tenían más nombre que aquel de quien la despachaba. De hecho, no te mandaban a comprar a la tienda, te decían que fueras donde la Pepa o la Cuni a por no sé qué. Eso sí, por muy pueblo que fuera, las marcas eran lo más importante. Allí no pedías unas pipas, pedías unas Facundo. Luego, además, antes de comerlas, tocaba recitar de manera melodramática eso de «dijo el toro al morir, lamento dejar este mundo sin probar pipas Facundo». Y hale, a chuperretear hasta que saliese el palito para pedir el deseo.
Si era verano tocaba pedir helados o flash, y nada de tener helados cutrecillos de marcas de segunda. Allí teníamos siempre Frigo. Para mi madre el Cuore de limón, y para mi padre y para mí, el que fuese, pero de chocolate. Si además era algo tipo almendrado, ya lo bordaba. Corrías por la mínima sombra pegada a las paredes de las casas hasta llegar a la tienda. Tras el típico «¿y tú de quién eres?» ya por fin podías pedir. Y vuelta corriendo a casa, que no se derritiese por el camino el helado. Eso sí, en la tienda de todo, pero la leche se compraba en otro sitio: fresca, en bolsa, de la vaquería. Una, como buena niña milindris, tenía que pasar la leche siempre por el colador. Para mí solo se admitía un tipo de grumitos, los del Cola Cao.
Los días en el pueblo tenían eso, que lo mismo te comías las pipas de Facundo, que te cogías un girasol y te daban las tantas en el banco del parque hablando, jugando a las cartas y las pipas. En el pueblo no existía el tiempo, solo los momentos, los amigos, las risas. El pueblo. Con razón los de Sra Rushmore para Aquarius hicieron campaña para que te adoptasen en un pueblo, es que esa sensación no es fácil de describir, pero es imposible de olvidar.
¿TAMBIÉN TIENES PUEBLO? ¿QUÉ HACES CUANDO VAS? POR CIERTO, SI TIENES UNA BATI CAO, ESCRÍBEME, TENEMOS MUCHO DE QUÉ HABLAR.
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